El último paisaje

Andrea Revilla Fleury 
Segundo premio del VIII Premio literario «Escribir sobre el Paisaje»


 Me muevo incómodo en el sillón. Pasar la noche en el hospital es un mata-personas. Si estás malo, por malo y si acompañas…también. Se me pega el skai a la piel con el calor. Me duele el cuello. Las piernas ya ni las siento. Por la ventana entra la luz de luna y la persiana no se puede bajar. Todo mal.

Mi hermano se revuelve en la cama. No sé si le duele o no. Nunca se queja. Durante toda mi vida, he sabido qué le pasaba con solo mirarle. Menos mal, porque no es que hable mucho, mi hermano; es más, pasados los ochenta, apenas abre la boca. Si hubiera hablado un poco más… Habríamos sabido qué le dolía y a lo mejor los médicos habrían atinado para curarle. De chicos, cuando tenía algún disgusto, yo ya sabía dónde encontrarle: en la peñota, a la salida del pueblo, mascando una ramita y mirando la puesta de sol. Al hacerse grande, cambió la ramita por un cigarro, pero eso es todo. Cada susto que le daba la vida, me lo encontraba subido a esa piedra grande, que parece puesta por el ayuntamiento para mirar el horizonte. Empiezas por echar la vista al camino de cabras que parte de nuestro pueblo, que se convierte en la carretera comarcal y luego en la carretera general… Castilla es interminable. Allí sentado, el sol de la tarde le acariciaba de lleno en la cara y mi hermano cerraba los ojos y suspiraba, o como mucho decía «qué bien se está en el pueblo», cuando lo que quería decir era «qué pronto llega el otoño» y sobre todo «la prima Fuen se marcha». Porque teníamos una prima que venía de la sierra, que aceptaba a regañadientes pasar una semana con sus abuelos y que estaba deseando volverse a La Granja, a los bosques, a los paseos por los jardines y a las terrazas llenas de madrileños finolis. Sus ojos eran verdes como los pastos de por allí y bien poco podía entender el amarillo de nuestros campos infinitos. Al fondo, a lo lejos, se veía esa misma sierra y yo sabía que mi hermano pasaría el invierno mirando la montaña lejana en silencio, igual que cuando  venía la prima tampoco le hablaba más que la cuenta. «Arisco, que eres un arisco», le decía ella y mi hermano sabía que sí, que estaba todo él hecho de tierra yerma y sol requemado y que no se puede cambiar el ser de Castilla. Tal vez por eso nunca le dijo nada. Un año, la prima no volvió y nos llegó la invitación de boda: en los Carmelitas, con el alcalde de El Espinar –«mira qué bien», dijo mi hermano, «así se unen los dos pueblos más señoriales de la provincia». Fue lo más largo que dijo ese año. Mandamos de regalo un cuadro pintado por la vecina, que representaba los campos de cereal y la puesta de sol, para que al menos la prima supiera lo que se había perdido. Pensándolo bien, creo que mi hermano quería que la prima pensara en él cuando mirara el cuadro, que es como si le hubiese regalado un retrato suyo: campos dorados y una luz suave, sin algarabías.

‘Sin título’. Gabriel Camino, Facultad de Bellas Artes de la Universidad del País Vasco. Curso 2016. Foto: Diego Conte

Mientras, nosotros nos quedamos cada vez más atrás en el progreso y en el recuerdo. Sin periódicos «para qué si tenemos la radio», sin tele «para ver lo que hay en el mundo» sin noticias de nadie. Porque ya se sabe, cada uno es cada uno y tiene sus caunadas, su vida y sus preocupaciones. Aviábamos el ganado, el piscón de huerta y los frutales. Esa era nuestra vida. Ahora sé que era una vida buena. Una vez al mes bajábamos a Segovia y volvíamos aturdidos. Tampoco es que fuéramos a cosas buenas: el papeleo de la PAC, pagar el seguro, cambiar de médico o sacarse una muela. Segovia solo nos daba trastornos y hasta se diría que respirábamos mejor, una vez que dejábamos la carretera comarcal. En el pueblo, las cosas tienen su sitio: los insectos y las plantas por el suelo, los arbustos y los animales, a media altura y los pájaros, surcando el cielo. Así es el orden de la naturaleza. En la ciudad, todo se alborota.

Mi hermano se da la vuelta. Igual me entiende los pensamientos. No me extrañaría, porque ni un solo día de nuestras vidas -salvo la mili, mejor no acordarse- hemos pasado lejos el uno de otro. Siempre iguales, como el paisaje, un poco más gris en invierno y más dorado en verano. Quince días al año, por mayo, todo lluvias y verdor, como si viviéramos  en Asturias, y antes de que te dieras cuenta, todo agostado. Qué clima, señor. Cómo no vamos a ser reconcentrados… 

¿Quieres algo? Le digo bajito. No sé si me oye… O no quiere nada, como de costumbre. Pocas necesidades hemos tenido. Un rayo de sol y una naranja, decía aquel. Pues aquí igual pero sin naranja: una manzana, como mucho o una nuez, que tampoco carecemos de buenos frutos. Lo que daría por volver al camino polvoriento, a la casa destartalada, al pueblo medio vacío. El día que fuimos al médico -y nunca habíamos ido, más que de chicos- nos cambió la vida para siempre. Salimos de allí como atontados, con un rosario de citas de médicos, de especialidades de las que ni habíamos oído hablar. Todo han sido palabras suaves y miradas sombrías, frases que no llegamos a entender del todo, hasta llegar a esta habitación del hospital y al maldito sillón de skai.

Me levanto un poco intentando no hacer ruido. Me acerco a la ventana. Para mi sorpresa, delante de mí, por las ventanas de los cuartos donde duerme gente frágil y enferma, hay un paisaje para cortar el aliento: la Catedral iluminada y un poco más bajo, el Alcázar. No sé si es la noche, no sé si es la resignación, pero mientras estiro las piernas pienso que este último paisaje es lo más bonito que puede tener mi hermano, que lo merece todo.